martes, septiembre 04, 2007

La historia de mi viejo

José Miguel Cares y sus días en la cárcel

“No me puse feliz cuando volvió la democracia”

Ese día martes 11 de septiembre de 1973, José Miguel y Rodrigo Cares fueron a la Escuela Francisco Andrés Olea, en Avenida Matta, como todos los días. Antes del 11, la vida transcurría entre la escasez y la precariedad que se había instalado en la vida de buena parte de los chilenos de entonces. Cuando había suerte, un vecino receptor de mercadería los invitaba a elegir algunas porciones extra; lo que les significó, un par de veces, salir arrancando arriba del auto, con las puertas apenas cerradas, de una multitud enardecida que reclamaba a sus espaldas.

A los once años, José Miguel jugaba con una pelota destripada y compartía un par de zapatillas con Rodrigo, su hermano cuatro años menor; además de una bicicleta y los recuerdos de la infancia en los departamentos del paradero uno de Santa Rosa, lugar al que llama “la población”. A veces José Miguel vuelve a esas calles, a veces. A veces conversa con los amigos que se quedaron ahí, en otras ocasiones visita a Claudio, con quien escalaba montañas y a Toño, quien regresó del exilio con un acento gringo, el pelo largo y suelto y una curiosa pinta de hippie moderno.

Ese 11 de septiembre José Miguel sintió ruidos. Veía la gente correr de un lado para otro, desconcertada. Vicente, su padre, fue a buscar a los hermanos a la Escuela, para esconderse en su hogar. Reunidos, los dos niños y su padre subieron al techo del edificio. Junto a los vecinos, verían cómo humeaba la Moneda, mientras en el cielo pasaban los aviones y los helicópteros, disparando.

El miedo, entonces, fue una constante. Algunos vecinos fueron desaparecidos. Otros, anónimos, eran descubiertos en la mañana por Avenida Santa Rosa, con el cuerpo abierto, regados por las calles sin orden ni sentido. José Miguel creció escapando de las balas que atravesaban los departamentos, su barrio y su gente.

Los años en la Universidad Técnica del Estado

Para 1981, Lorena y Claudia se habían integrado a la familia. La última, hija de Vicente con Teresa, la empleada de la casa donde vivió con Sonia hasta 1985, momento en que ella lo dejó y se trasladó al departamento de Avenida Portales, con sus tres hijos a cuestas y un matrimonio para dejar en el olvido.

José Miguel, de diecisiete años, se incorporaba a la Universidad Técnica del Estado, a estudiar Ingeniería civil. “La cosa estaba muy polarizada porque había muchísima gente de izquierda. Existía el FUAN, que era una agrupación infiltrada en la UTE, que llevaba los soplos. El día del golpe mataron a mucha gente, pero después se calmó. Había tensión, pero en ese momento lo que hacían era expulsar, suspender”. Un año más tarde sabría con certeza lo que Jorge O`Ryan Balbontín, rector designado, era capaz de hacer por la patria y la seguridad de la Universidad.

En ese ambiente hostil, José Miguel se las ingeniaba para reunirse con Gina, su pareja de entonces y actual mujer, en los ratos libres. Pasaban las horas en la Universidad o en la Quinta Normal, donde se ubica – hasta hoy – la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, donde Gina estudiaba Tecnología Médica. Se conocieron en El Quisco el verano del `79 por los azares de la vida y, salvo esporádicos eventos, no se separaron más.

Diecisiete días

Pancho trabajaba como administrador de unos locales de fruta en la Vega Central. Gracias a ese trabajo, logró comprar un auto, un Daihatsu Cuore. Se lo entregaron el 10 de septiembre de 1982. Feliz, partió a la población a mostrárselo a sus amigos y a invitarlos a comer pollos al Manina, en Portugal con Avenida Matta. A pesar de las advertencias, José Miguel, Claudio, Toño, Alexis y dos amigos de Pancho salieron esa noche. “Nos tomamos unos tragos, comimos, nos fuimos como a las 11. Íbamos cantando unas canciones de la radio, cuando vimos que unos autos nos empezaron a seguir y nos dispararon. Pancho dobló donde pudo, paramos y comenzamos a discutir con los tipos que se bajaron de los autos”.

Una vez abajo, vieron cómo los hombres – no recuerda cuántos – disparaban al cielo, también al suelo. Los hicieron acostarse en la calle, les pegaron. Contra la muralla, les aplicaron corriente. Revisaron el auto y luego los llevaron a la comisaría. Los pusieron al lado de cajas con panfletos y bombas molotov. Habían sido cargados. “Éramos siete personas en ese auto. Las cajas que nos acusaban de portar no cabían en el auto, incluso sin nosotros dentro”, recuerda entre risas. Con varios cargos en contra, los llevaron detenidos a la Cárcel Pública de Santiago. Uno de ellos, que hasta hoy sorprende a José Miguel, fue el cargo de intento de derrocamiento al gobierno militar.

Pasaron por la Primera y la Quinta comisaría. Luego llegaron a la cárcel que se ubicaba en Pedro Montt y que fue demolida a principios de los años `90, por su ruinoso estado y la estrechez de sus instalaciones. Ocho años antes del cierre definitivo del penal, José Miguel y sus seis amigos pasaron diecisiete días de incertidumbre tras las rejas.

Los Terroristas

“No sé cómo, pero cuando llegas a la cárcel todos saben por qué estás ahí. A nosotros nos decían los terroristas; y eso que nunca he tomado un arma en mi vida”, comenta, mientras Gina le lleva una taza de té a la mesa.

En la entrada de la primera comisaría se encontraron con un par de prostitutas que iban saliendo. Por la ventana les lanzaron papeles con los números telefónicos y les pidieron avisar. Así fue como las siete familias y toda la población, se enteraron de la suerte que corrían los muchachos. Sonia le decía a Gina que José Miguel estaba durmiendo, había salido o estaba estudiando. Hasta que Gina fue a buscarlo y comprobó con sus propios ojos que José Miguel llevaba días sin llegar a su casa. Lloró de ahí en adelante, incluyendo su cumpleaños, el 24 de septiembre, hasta que lo vio de vuelta, casi a finales de mes.

Los llevaron a constatar lesiones. Magullados, como iban, fueron ignorados por el médico quien les dijo “ustedes no tiene nada” y volvieron a su celda, la número siete, de donde habían sacado a punta de culatazos a sus antiguos moradores.

En la cárcel les tenían respeto por ser “terroristas”. La conveniencia les impidió desmentir la versión y lograron la custodia de uno de los reos más temidos del pabellón. Con varios muertos a cuestas, “El Peineta”, como le llamaban, pasaba su cadena perpetua vigilando a los reclusos y ganándose unos pesos en la cocina que había implementado y a la que sólo pocos tenían acceso. José Miguel y sus amigos le pagaban por comida y resguardo.

En la población instalaron civiles de punto fijo. Mientras, la familia de José Miguel iba a visitarlo. Gina nunca quiso ir a verlo. “Era demasiado terrible”, comenta mientras toma té a su lado. Las familias contactaron varios abogados. Fueron a la Vicaría de la Solidaridad y a todas las instancias que tuvieron al alcance.

En la cárcel, los siete “terroristas” asistieron a un comparendo. “Eran puros borrachos que dijeron que habían sido ellos quienes nos tomaron detenidos y que corroboraban que estábamos haciendo atentados. Yo sabía que no habían sido ellos. Los habría reconocido de haberlos visto”. Los días pasaban y, salvo visitas, no sabían de nada más. Los culpaban de cargos graves, la sentencia podía ser dictada en su contra fácilmente. Una noche, en la celda, conversaron del futuro. Recordaron una de las primeras noches, cuando llegó un nuevo detenido, acusado de violar a su hija de nueve años. La bienvenida de la celda los tuvo con los ojos abiertos toda la noche escuchando los quejidos y el llanto del nuevo reo. “Si nos dejaban presos, íbamos a tener relaciones entre nosotros, para llegar cala`os. Nos iban a agarrar igual y era mejor estar preparados. Así lo decidimos”. La cara le cambia cuando recuerda. Sus hijos, de veinte y veintiún años desconocían este detalle y lo miraron con impresión cuando él se los contó durante un almuerzo, como si fuera algo sin importancia.

Luego de diecisiete días y, sin saber por qué, los llevaron a calabozos individuales y los mantuvieron incomunicados durante doce horas. Sin luz y apenas con un poco de comida rancia y agua, José Miguel permaneció inmóvil y lloró, como otras veces durante su estadía en la cárcel. Una vez que los sacaron de las celdas, vieron con alegría que sus familias y la población completa venían a buscarlos. Hicieron una fiesta cuando volvieron a casa. Al poco tiempo Toño partió a Australia, desde donde regresó hace pocos años.

De vuelta en la Universidad Técnica del Estado – que al año siguiente cambiaría su nombre a Universidad de Santiago de Chile – se encontró con la suspensión por un semestre. Jorge O`Ryan Balbontín, conocido por su crudeza, no permitió que los jóvenes procesados volvieran de inmediato. Además le quitaron las becas.

A finales de 1988 se tituló como Ingeniero en Ejecución Química, carrera a la que se cambió luego del nacimiento de su primera hija, tres años antes. La urgencia por terminar los estudios y comenzar a trabajar, provocó el cambio. Al año siguiente, el esperado plebiscito devolvió el poder al país, finalizando diecisiete años de dictadura militar. “A mí no me importó. Volver a la democracia no me hizo feliz, el daño ya estaba hecho”.

Durante un almuerzo familiar, José Miguel lamentó no haber declarado en la comisión Valech. Su hija mayor le recordó que ella misma lo había instado y él había rechazado la idea para evitar el dolor de traer todos los duros recuerdos a su memoria una vez más. Gina le dijo que tal vez reabrirán la comisión. José Miguel cree que tal vez sea bueno contar su historia.

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